Esta historia está basada en un hecho real, de algo que le sucedió a mi abuelo, sé de la misma por boca de mi tía, la mayor, pues no tuve oportunidad siquiera que mis abuelos supieran de mi existencia.
No había pasado mucho tiempo desde que había iniciado el nuevo siglo XX, el comercio era una forma de vida para muchos, y mi abuelo era uno de tantos comerciantes que viajaban a la frontera a fin de suplirse de los elementos necesarios para continuar con sus negocios. Cada 15 días se despedía de su esposa, sus ocho hijos y tomaba el fatigoso trayecto desde su natal Ambato hacia la frontera sur del país, la provincia de El Oro, en busca de telas a entre otros objetos más para su comercio.
En Ambato, las vecinas de la señora de Ruiz conocían los viajes que había su esposo, y conocían también que en la provincia de El Oro, le pertenecía un puerto en dónde llegaban barcos de exportación que daban la vuelta al mundo. Razón por la cual una señora se acercó a Don Ruiz para encomendarle que le consiga una piedra imán, que de esa piedra conocen los pescadores y navegantes, le pagó por adelantado una buena suma en sucres –moneda de la época-. Don Ruiz sorprendido por aquel extraño pedido, inquirió a la señora sobre el por qué de semejante necesidad. Ella le explicó que su marido se había ido de casa y que con esa piedra podría hacerlo volver. Don Ruiz como hombre incrédulo y ateo, no siguió preguntando y se dispuso a conseguir la extraña encomienda. Al cabo de varios meses consiguió dicha piedra, la obtuvo por encargo, a un pescador de uno de los buques grandes que avanzaban a medio mar. Volvió a Ambato con el encargo, pero para su sorpresa la señora ya no quería saber nada de la piedra, su marido había regresado, y por tanto, ya no le interesaba así que despachó a Don Ruiz con la piedra en las manos.
Don Ruiz extrañado volvió a casa con el raro objeto, platicando con un amigo más tarde le comentó lo sucedido y su posesión de la piedra; que después de tanto trabajo que le costó conseguirla, ahora la señora la rechazó. El amigo le dijo que no la tirara, que en lugar de eso aprovechara y le diera uso, que aquellas piedras ejercían gran poder sobre los espíritus para que uno de ellos se le revele y le enseñe un vasto tesoro, que como él viajaba a la provincia de El Oro, lugar rico en minería podría conseguir ahí siete piedras que él le detalló y las pusiera junto a la piedra imán con un objeto de oro, y dejara reposar por siete días debajo de la cama en un recipiente de vidrio. Don Ruiz, hombre incrédulo como era, soltó una risa burlona, a lo que su amigo le retó a que haga la prueba, o sino que se la cediera a él. Mi abuelo se vio tentado a seguir el consejo de su amigo, quién se veía muy convencido de la “receta mágica” a la riqueza.
Volvió a la provincia de El Oro con la piedra en la maleta, luego de varios meses consiguió lentamente las piedras que necesitaba, en un envase de vidrio puso las piedras alrededor del imán y una cadena de oro sobre el mismo, las ubicó debajo de la cama. Diciendo en sus adentros que de esa forma cuando vuelva a Ambato se burlaría de la ingenuidad de su amigo.
Pasaron los 7 días, y llegó la luna llena en el día séptimo, según lo indicado. Pero Don Ruiz ni había llevado la cuenta, al final ni creía ni le interesaba el asunto. Se acostó a dormir como acostumbraba en su estadía en la provincia, solo en una habitación que solía rentar, en la Zaruma de antaño, un cuarto en la segunda planta de una casa mixta. El frío propio de la zona no lo acobardaba, en su natal Ambato era costumbre arroparse bien para dormir. Cuando el reloj llegó a las 3am. Un viento fuerte y helado golpeó abriendo las ventanas con jambas de madera, y un frío gélido invadió la habitación. Don Ruiz se levantó, vio la hora y cerró las ventanas, pensó que iba a llover, se añadió un cobertor más y se volvió a meter a la cama. El frío había aumentado y el resplandor claro de la luna se desvaneció, la oscuridad inundó la habitación, daba igual para el necio Ruiz, hasta que otro ventarrón abrió las ventanas de nuevo, y en la puerta principal que daba a la pedregosa calle se escuchó el golpeo fuerte como de un puño. Don Ruiz se levantó a ver desde la ventana, y no había nadie, las calles estaban en ausencia de vida, solo se oía el reciente aullar del perro de al lado, que hacía eco en la distancia. Don Ruiz volvió a la cama, creyendo que se trataba de una treta del viento que azotó con fuerza. Al cabo de unos instantes, de nuevo se oyó el golpeteo grave de la puerta, como si se dispusieran a derrumbarla en dos golpes, de nuevo Don Ruiz vio por la ventana y una vez más no había nada. Volvió a la cama resuelto a no inquietarse por los juegos del viento. Ya no se escuchó más sonar la puerta, el viento cesó y en su lugar un frío tétrico sumergió la habitación en una tensión cortante.
Don Ruiz empezó a sentir un creciente temor a algo desconocido. Al cabo de unos instantes –que le parecieron eternos- empezó a oír el crujir de las escaleras, se oían pasos lentos y graves que ascendían por los peldaños de madera que conducían a su cuarto. Nunca se oyó abrirse la puerta, pero los pasos se oían como si pertenecieran a un hombre de zapatos de suela corpulento y extremadamente pesado, porque se podría sentir como la casa se estremecía ante el extraño visitante. Esta vez Don Ruiz se sintió lleno de temor y terror. Los pasos ascendieron a una marcha lenta y agónica para los nervios de Don Ruiz que se llenó de pánico paralizante con lo que sucedió a continuación. El extraño sujeto se quedó de pie ante la puerta del cuarto donde se encontraba Don Ruiz, se podía oír su respiración, en instantes resoplaba como un toro, tocó la puerta que parecía que se iba a derrumbar a cada golpe más que daba. Luego una voz gravísima resonó con el nombre de Don Ruiz que decía: “Segundo, Vamos”, le llamó. La voz de ultratumba espeluzno la piel de Don Segundo Ruiz, fue la primera llamada de varias que le hizo el misterioso sujeto desde el otro lado de la puerta con insistencia, le llamaba: “Segundo, vamos”; “Me llamaste, ahora ven”. Segundo Ruiz cundió en pánico, no se atrevería retirarse las sábanas siquiera; por un momento que se le hizo eterno, permaneció la voz llamándole.
Tras una larga pausa, se escuchó como los pesados pasos cruzaron la puerta sin moverla y se acerco a su cama. Don Segundo podía sentir la presencia de alguien parado a lado de él; el frío se hizo más congelante, podía percibir su respiración que emanaba un desagradable olor mortecino. Era evidente que algo o alguien estaba allí; más Don Segundo no se atrevía siquiera retirarse las colchas para observar con fijeza, la voz se volvió a resonar con su llamado. “Segundo, vamos”, “Ven conmigo”. Acto seguido sintió como una mano gigante y terriblemente helada lo tomaba del brazo y lo sacudía llamándole. Don Segundo petrificado del miedo nunca se levantó. Las horas pasaron interminables, Don Segundo, aseguró haber sentido la presencia del extraño ser hasta que la luz rayó la noche y el amanecer iluminó el nuevo día; atestiguó que ahí recién concilió el sueño. Pasadas las horas por fin despertó, en la confusión de quién recién despierta se aseguró a sí mismo que aquellos terribles recuerdos no eran más que las alucinaciones de una espantosa pesadilla. Se levantó y lavó la cara, y al cambiarse la pijama se aterró al ver en su brazo la marca de una mano grande claramente formada en un moretón que le tenía el dolorido brazo. En ese instante dio crédito a que lo vivido no se trataba de un simple sueño. De inmediato vio debajo de la cama y ahí estaba el receptáculo de vidrio, estaban las piedras, el oro, menos la piedra imán. Así Don Segundo terminaba de confirmar sus dudas sobre lo sucedido, apenas si se vistió y corrió al río más cercano y arrojó el envase con todo en el cauce. Desde ese día el ateo e incrédulo Segundo Ruiz, empezó a creer en Dios, pues decía: “Si seres espirituales malignos existen, ¿por qué Dios no?.